En el mundo
que nos tocado vivir, cada vez más urgido por los resultados y lo material,
viene dejando por el camino una serie de valores que han sido principios
rectores de nuestros antepasados. Entre ellos estoy destacando la honestidad y
la confianza.
Tal vez
alguno de ustedes escuchó el valor que tenía, por ejemplo, la palabra dada.
Bastaba con expresar el compromiso de cumplir en tiempo y forma, con la
devolución del préstamo que alguien anticipó, para que ello así fuese. La palabra
era “sagrada” y de la misma se beneficiaban las partes. Cosa muy distante a los
tiempos que corren, en donde ni los instrumentos de pago y legales alcanzan,
muchas veces, para garantizar el contrato asumido.
En lo
laboral no deja de sorprender, a pesar del impacto negativo que tiene en la
imagen de la empresa, cuando ésta rompe, viola o tergiversa las condiciones
laborales enunciadas y acordadas en una búsqueda. Entonces, el empleado se
entera en el primer día de su ingreso que el horario no era el informado o que
el puesto en cuestión por ahora no se habilitó, “por razones estratégicas”.
Vemos que
la realidad nos demuestra que el ser honesto y confiable no es un requisito que
le cabe exclusivamente al empleado. Se trata de valores inherentes a toda
persona, motivo por el cual incluye explícitamente a todos aquellos que en la
empresa tienen responsabilidad de supervisión y gestión.
El enemigo público
de la palabra es la mentira, pero también ésta atenta contra el ser confiable. Quizás, sin darnos cuenta, el ser
humano se ha transformado en el replicador máximo de la mentira, convirtiéndola
en el peor de los virus. Pero también está oculta en los más sofisticados
cuadros estadísticos o de opinión pública que suelen utilizar los funcionarios
y empresarios, como práctica de usos hoy aceptados por todos.
Sin darnos cuenta, la mentira quedó enquistada en la sociedad y se va robusteciendo y sofisticando en función del “uso” que cada uno realice, al menos para “evadir” una situación molesta o indigna que ocurrió. También vemos cómo la hipocresía del inconsciente colectivo la dotó de una racionalidad ingenua e injustificable, al hacernos creer que hasta hay “mentiras piadosas”, especialmente dichas para no predisponer mal al otro. En realidad, lo que ello nos demuestra es que nos engañamos. ¿Por qué? Porque la mentira, más allá de sus “tipologías” que son fruto de la razón, es también causa de enfermedades que muchas veces ni la ciencia logra entender.
Cuando uno
se encuentra en pleno desarrollo de la carrera laboral-profesional, incluso
trabajando en su Personal Branding, sabe muy bien el alto costo que la mentira puede
llegar a producir en el mercado objetivo al que se desea llegar, especialmente cuando
éste detecta que no se es un individuo honesto ni confiable, por más expertise y resultados exitosos que sume
en su haber.
¡El
portador de Tu Marca Personal debe tener muy en cuenta que la mentira siempre
conduce a un callejón sin salida, a pesar de que alguna vez le haya servido hasta
para liberarse de alguna irresponsabilidad u omisión!
José Podestá